
Extraño sentimiento le embarga a uno cuando en años
tan avanzados de la vida se ve una vez más en el trance de tener que redactar
una «composición» de idioma alemán para los scouts. No obstante, se obedece
automáticamente, como aquel viejo soldado licenciado de filas que al oír la
orden de «¡firmes!» no puede menos de llevar las manos a la faltriquera,
dejando caer al suelo sus bártulos. Es curioso el buen grado con que acepto la
tarea, cual si durante el último medio siglo nada importante hubiera cambiado.
Sin embargo, he envejecido en este lapso; me encuentro a punto de llegar a
sexagenario, y tanto las sensaciones de mi cuerpo como el espejo me muestran
inequívocamente cuán considerable es la parte de mi llama vital que ya se ha
consumido. Hace unos diez años aún podía tener instantes en que de pronto
volvía a sentirme completamente joven. Cuando, ya barbicano y cargado con todo
el peso de una existencia burguesa, caminaba por las calles de la ciudad natal
podía suceder que me topara inesperadamente con uno u otro caballero anciano
pero bien conservado, al que saludaba casi humildemente, reconociendo en él a
un antiguo dirigente del grupo. Pero luego me detenía y, ensimismado, lo seguía
con la mirada: ¿Realmente es él, o sólo alguien que se le asemeja a punto de
confusión?
¡Cuán joven parece aún, y tú ya estás tan viejo!
¿Cuántos años podrá contar? ¿Es posible que estos hombres, que otrora
representaron para nosotros a los adultos, sólo fuesen tan poco más viejos que
nosotros? El presente quedaba entonces como oscurecido ante mis ojos, y los
años de los doce a los dieciocho volvían a surgir de los recovecos de la
memoria, con todos sus presentimientos y desvaríos, sus dolorosas
trasmutaciones y sus éxitos jubilosos, con los primeros atisbos de culturas desaparecidas
-un mundo que, para mí al menos, llegó a ser más tarde un insuperable medio de
consuelo ante las luchas de la vida-; por fin, surgían también los primeros
contactos con la naturaleza, y nuestros inapreciables servicios. Y yo creo
recordar que durante toda esa época abrigué la vaga premonición de una tarea
que al principio sólo se anunció calladamente, hasta que por fin la pude
vestir, en mi investidura Rover, palabras de que en mi vida querría rendir un
aporte a la humanidad.
Llegué, pues, a médico, o más propiamente a psicólogo,
y pude crear una nueva disciplina psicológica -el denominado «psicoanálisis»-
que hoy embarga la atención y suscita alabanzas y censuras de médicos e
investigadores oriundos de los más lejanos países, aunque, desde luego,
preocupa mucho menos a los de mi propia patria. Como psicoanalista, debo
interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales; más por
la vida psíquica inconsciente que por la consciente. La emoción experimentada
al encontrarme con mi antiguo dirigente del grupo scout me conmina a una
primera confesión: no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para
nosotros: si la vida de campamento que nos exponía a superarnos o la
preocupación con las personalidades de nuestros dirigentes. En todo caso, con
éstos nos unía una corriente subterránea jamás interrumpida, y en muchos de
nosotros el camino del escultismo sólo pudo pasar por las personas de los profesores:
muchos quedaron detenidos en este camino y a unos pocos -¿por qué no
confesarlo?- se les cerró así para siempre. Los cortejábamos o nos apartábamos
de ellos; imaginábamos su probablemente inexistente simpatía o antipatía;
estudiábamos sus caracteres y formábamos o deformábamos los nuestros,
tomándolos como modelos. Despertaban nuestras más potentes rebeliones;
atisbábamos sus más pequeñas debilidades y estábamos orgullosos de sus
virtudes, de su sapiencia y su justicia. En el fondo, los amábamos
entrañablemente cuando nos daban el menor motivo para ello; mas no sé si todos
nuestros dirigentes lo advirtieron. Pero no es posible negar que teníamos una
particularísima animosidad contra ellos, que bien puede haber sido incómoda
para los afectados. Desde un principio tendíamos por igual al amor y al odio, a
la crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama «ambivalente» a esta
propensión por las actitudes antagónicas; tampoco se ve en aprietos al tratar
de demostrar el origen de semejante ambivalencia afectiva.
En efecto, nos ha enseñado que las actitudes afectivas
frente a otras personas, actitudes tan importantes para la conducta ulterior
del individuo, quedan establecidas en una época increíblemente temprana. Ya en
los primeros seis años de la infancia el pequeño ser humano ha fijado de una
vez por todas la forma y el tono afectivo de sus relaciones con los individuos
del sexo propio y del opuesto; a partir de ese momento podrá desarrollarlas y
orientarlas en distintos sentidos, pero ya no logrará abandonarlas. Las
personas a las cuales se ha fijado de tal manera son sus padres y sus hermanos.
Todos los hombres que haya de conocer posteriormente serán, para él, personajes
sustitutivos de estos primeros objetos afectivos (quizá, junto a los padres,
también los dirigentes scouts), y los ordenará en series que parten, todas, de
las denominadas imágenes del padre, de la madre, de los hermanos, etc. Estas
relaciones ulteriores asumen, pues, una especie de herencia afectiva, tropiezan
con simpatías y antipatías en cuya producción escasamente han participado;
todas las amistades y vinculaciones amorosas ulteriores son seleccionadas sobre
la base de las huellas mnemicas que cada uno de aquellos modelos primitivos
haya dejado.
Pero de todas las imágenes de la infancia, por lo
general extinguidas ya en la memoria, ninguna tiene para el adolescente y para
el hombre mayor importancia que la del padre. El imperio de lo orgánico ha
impuesto a esta relación con el padre una ambivalencia afectiva cuya
manifestación más impresionante quizá sea el mito griego del rey Edipo. El niño
pequeño se ve obligado a amar y admirar a su padre, pues éste le parece el más
fuerte, bondadoso y sabio de todos los seres; la propia figura de Dios no es
sino una exaltación de esta imago paterna, tal como se da en la más precoz vida
psíquica infantil. Pero muy pronto se manifiesta el cariz opuesto de tal
relación afectiva. El padre también es identificado como el todopoderoso
perturbador de la propia vida instintiva; se convierte en el modelo que no sólo
se querría imitar, sino también destruir para ocupar su propia plaza. Las
tendencias cariñosas y hostiles contra el padre subsisten juntas, muchas veces
durante toda la vida, sin que la una logre superar a la otra. En esta
simultaneidad de las antítesis reside la esencia de lo que denominamos
«ambivalencia afectiva». En la segunda mitad de la infancia se prepara un
cambio de esta relación con el padre, cambio cuya magnitud no es posible exagerar.
El niño comienza a salir de su cuarto de juegos para contemplar el mundo real
que lo rodea, y debe descubrir entonces cosas que minan la primitiva exaltación
del padre y que facilitan el abandono de este primer personaje ideal. Comprueba
que el padre ya no es el más poderoso, el más sabio y el más acaudalado de los
seres; comienza a dejar de estar conforme con él; aprende a criticarle y a
situarle en la escala social, y suele hacerle pagar muy cara la decepción que
le produjera. Todas las esperanzas que ofrece la nueva generación -pero también
todo lo condenable que presenta- se originan en este apartamiento del padre.
En
esta fase evolutiva del joven hombre acaece su encuentro con los dirigentes
scouts. Comprenderemos ahora la actitud que adoptamos ante nuestros dirigentes.
Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres de familia, se convirtieron
para nosotros en sustitutos del padre. También es ésta la causa de que, por más
jóvenes que fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros
les transferíamos el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de
nuestros años infantiles, de manera que caíamos en tratarlos como a nuestros
propios padres. Les ofrecíamos la ambivalencia que adquiriéramos en la vida
familiar, y con ayuda de esta actitud luchábamos con ellos como habíamos
luchado con nuestros padres carnales. Nuestra conducta frente a nuestros dirgientes
no podría ser comprendida, ni tampoco justificada, sin considerar los años de
la infancia y el hogar paterno. Pero como boy scouts también tuvimos otras
experiencias no menos importantes con los sucesores de nuestros hermanos, es
decir, con nuestros compañeros. Estas empero han de quedar para otra ocasión,
pues el jubileo del escultismo orienta hacia los dirigentes la totalidad de
nuestros pensamientos.
(Texto Psicología del Colegial de S. Freud. En esta versión reemplaze las referencia a los Maestros por la de dirigentes, la escuela por el grupo, algunas actividades escolares por actividad scout)